
En el tren hay perfumes, hay olores que te indican que lo mejor es dormir, que pase el tiempo muerto, y cuando levantes tu cabecita te encuentres con el final del trayecto. Pero ese día yo no podía dormir aunque el tren andaba medio vacío. Era por la noche, y las luces que entraban por la ventana venían de lejos, de ciudades fantasmales que en ese momento brindaban con las copas y empezaban a decidir si iban a ser perros hambrientos o simples conformistas del puchero que había sobrado de ayer. Pero en el tren había otro mundo, otra capa de la vida que intuimos e intentamos comprender con las pocas armas que tenemos. La tensión crece cuando hay posibilidades para ella. En este caso había una relación a distancia entre los ojos de una mujer y los míos. Cada cierto tiempo nos mirábamos, ella quitaba los ojos del libro que leía con desgana y yo apartaba el rostro pensativo de la ventana. En el fondo no había mucho más. Un establecimiento de una red ferroviaria ocasional que comunicase dos mundos aparte.
Siempre que se crea este tipo de comunicación, existe la posibilidad de romper el silencio y acercarse a la víctima. Decirle por ejemplo: está claro que usted y yo hemos entablado un vínculo, estamos solos y podríamos hacer cualquier cosa. Pero solo pocas veces se rompe la cotidianidad y se deja que las cosas pasen, y si hay posibilidad futura quizás se intente. Pero en este caso las cosas parecían que iban a ser así, sin mucho que contar, un olvido más, salir de la estación y meterse de ello en otra cosa.
A mi lado habían ido desapareciendo la mayoría de los ocupantes a medida que el tren se acercaba al destino final. Solo quedaba un hombre que andaba de vagón en vagón buscando alguna cosa. Al principio me había pedido un cigarrillo, y se había molestado cuando le contesté rápidamente que no fumaba. Luego lo había perdido de vista, hasta que había vuelto a sentarse cerca del asiento que yo ocupaba. De vez en cuando, me miraba de reojo, pensando quizás que le había mentido, que en realidad si fumaba. Pero no le di mucha importancia, seguí con mi juego a distancia, con la fe de que la posibilidad futura existiese realmente.
En un momento determinado, el hombre se levantó y se acercó a la mujer a la que yo no paraba de lanzarse ojos a la distancia. Se sentó a su lado y empezó a decirle algo, a contarle su cuento, su propia dimensión de viajante a aquellas horas de la noche. Pero la mujer estuvo terca y ni siquiera se dignó a mirarle mientras él le hablaba. Con un giro de la cabeza le decía continuamente que no.
Finalmente el hombre se dio cuenta que no se podía hacer nada en este caso, y volvió caminando lentamente. Cuando pasó a mi lado se acercó y me dijo: Yo al menos lo he intentado. Su voz se quedó en el aire. Como si se repitiera una y otra vez.
Quedaban apenas cinco minutos para que llegase el tren. En este intervalo dejé de mirarla a los ojos y me concentré en las ciudades que se perdían a lo lejos.
Siempre que se crea este tipo de comunicación, existe la posibilidad de romper el silencio y acercarse a la víctima. Decirle por ejemplo: está claro que usted y yo hemos entablado un vínculo, estamos solos y podríamos hacer cualquier cosa. Pero solo pocas veces se rompe la cotidianidad y se deja que las cosas pasen, y si hay posibilidad futura quizás se intente. Pero en este caso las cosas parecían que iban a ser así, sin mucho que contar, un olvido más, salir de la estación y meterse de ello en otra cosa.
A mi lado habían ido desapareciendo la mayoría de los ocupantes a medida que el tren se acercaba al destino final. Solo quedaba un hombre que andaba de vagón en vagón buscando alguna cosa. Al principio me había pedido un cigarrillo, y se había molestado cuando le contesté rápidamente que no fumaba. Luego lo había perdido de vista, hasta que había vuelto a sentarse cerca del asiento que yo ocupaba. De vez en cuando, me miraba de reojo, pensando quizás que le había mentido, que en realidad si fumaba. Pero no le di mucha importancia, seguí con mi juego a distancia, con la fe de que la posibilidad futura existiese realmente.
En un momento determinado, el hombre se levantó y se acercó a la mujer a la que yo no paraba de lanzarse ojos a la distancia. Se sentó a su lado y empezó a decirle algo, a contarle su cuento, su propia dimensión de viajante a aquellas horas de la noche. Pero la mujer estuvo terca y ni siquiera se dignó a mirarle mientras él le hablaba. Con un giro de la cabeza le decía continuamente que no.
Finalmente el hombre se dio cuenta que no se podía hacer nada en este caso, y volvió caminando lentamente. Cuando pasó a mi lado se acercó y me dijo: Yo al menos lo he intentado. Su voz se quedó en el aire. Como si se repitiera una y otra vez.
Quedaban apenas cinco minutos para que llegase el tren. En este intervalo dejé de mirarla a los ojos y me concentré en las ciudades que se perdían a lo lejos.
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