La gente de mi pequeño pueblo se levantaba cada día y miraba por la ventana el río que circundaba sus menudas casas de planta baja. Las orillas de ese cauce, colmadas de álamos de troncos blancuzcos, eran frecuentadas por los vecinos en las tardes de luz de primavera a otoño, todo en aquel lugar parecía girar entorno a ese curso de agua de fluir lento y oscuro.
Sólo había algo que recordaba a los habitantes del pueblo que no era todo maravilloso bajo la superficie esmerilada del río, tallada en relieve de ondas por los hocicos de las carpas; aquellas manchas oscuras y remolinos perennes que marcaban la existencia de las pozas. La situación de cada una de estas trampas subacuáticas era bien conocida por los vecinos, y este conocimiento se transmitía de generación en generación.
Eran los abuelos los que se encargaban de ello durante la primera excursión con sus nietos a la zona de la pesquera. Algunas de las pozas eran tan antiguas como los sauces de gruesos troncos de la orilla este, y sobre ellas el agua era siempre estática, menos en algunos días de tormenta, cuando los grandes remolinos de su superficie se tragaban los troncos más grandes arrastrados por la corriente. Otras de aquellas bocas del fondo del río eran menos profundas, y estaban cubiertas por gruesas espirales de agua, cañizo y espuma. Esas venían de cuando Franco mando sacar las arenas finas del fondo del afluente para construir carreteras y embalses. Eran pozas que estaban muy cerca de la orilla y te agarraban de la pierna hasta que no sentías los dedos de los pies, sólo un frío interno como el de las mañanas de escarcha pegada a los cristales, y ganas de gritar y gritar.
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