jueves, 27 de noviembre de 2008

Al sur del sur

... Pues este es el primer capítulo de una novelilla corta... subiré uno cada semana.


Quién diga que la vida no te depara sorpresas o miente, o bien no salió más allá de la puerta de su casa.

Creo que nací con un defecto de fábrica, como un coche o uno de esos electrodomésticos que siempre fallan bajo unas mismas circunstancias. Cuando estoy cerca de ella me estropeo, me convierto en algo así como un microondas incapaz de calentar ni una solo gota de agua…, pero esa es otra historia, lo que quería contarles no tiene nada que ver con eso, aunque en el fondo todo en el mundo esta conectado.
Recuerdo la llamada que precedió mi llegada. Le mentí poniendo la excusa de que estaba cansado y necesitaba un lugar tranquilo donde descansar. Ella dijo que podía quedarme el tiempo que quisiera.
Me esperaba bajo el arco que en otro tiempo fue la entrada al pueblo. Se había cortado el pelo, dejándose una pequeña melena que se recogía uniforme en una coleta sujeta por una goma de color negro. Cuando Nema te mira y sonríe sus ojos se empequeñecen, así…, como…, no sé explicarles, hay que estar cerca de ella para comprenderlo. Sé que siempre se alegra de verme y aquella vez no fue una excepción; “estas muy guapa” le dije. No digan nada, ya sé que mi originalidad brilla por su ausencia. Recorrimos las calles estrechas del pueblo hasta llegar a un parque donde numerosos bares se alinean una junto al otro. Una pequeña orquesta tocaba. No bailamos ni nada de eso, no somos de así. Lo cruzamos esquivando a las parejas que en esos momentos, agarradas, bailaban susurrándose secretos al oído. No tardamos en llegar a su casa. La casa de Nema es pequeña, pero tiene un cierto encanto difícil de explicar, por lo que les dejo a ustedes y a su imaginación hacerse una idea.
Era tarde. Decidimos no salir y ponernos al día, el uno del otro, sentados en el sofá con una copa de vino en las manos. El sueño hizo pronto mella en nosotros y con un “buenas noches” Nema desapareció tras la puerta de su habitación, esa que te deja ver su silueta hasta que se pierde dentro de las sábanas. Estaba cansado pero no tanto como para perdonar el último cigarro. Pensaba y organizaba el día venidero y las horas en las que ella estaría ocupada. Ya vuelvo a mentir, no pensaba en el mañana, sino en el ahora y en lo que nunca ocurría, o bueno, si ocurría, pero solo en mi mente.

Primer día.

El verano había entrado en escena por aquel tiempo. Cuando desperté estaba desarropado y las sábanas desperdigadas por el suelo. Nema ya había salido al trabajo. Preparé una cafetera y la bebí entera, exactamente dio para tres cafés. Buen desayuno. Lo que más aprecio de aquel pueblo es que tiene la capacidad de no hacerme pensar. Parece que mis problemas y esa extraña sensación que me oprime el estómago, se pierde entre sus calles y aunque no dudo que me busca, rara vez es capaz de encontrarme.
Metí en la mochila una toalla, una botella de agua, y el cuaderno donde escribo mis estúpidas reflexiones. Bajé hasta la playa por el camino más largo. En el pueblo de Nema, ese que está al sur del sur, uno es capaz, aunque sea por unos breves instantes, de darse cuenta de la grandeza e inmensidad de la naturaleza. Los rayos de sol acariciaban el agua y la fina arena de la playa se hundía bajo mis pies. Aún era temprano por lo que eran pocos los bañistas que en la orilla dudaban si zambullirse en el agua o dejarlo para más tarde. Miré en dirección al pueblo. Un numeroso grupo de turistas, con el sueño reflejado en sus rostros, se acercaban a la playa. Decidí huir de ellos y de mis preocupaciones, que sin duda estarían buscándome entre las calles gritando mi nombre.
Todos los caminos conducen a Roma, o al menos eso dice el refrán. Para comprobar su veracidad, pero sin pretender llegar tan lejos, tomé un camino que nacía a pie de playa y se extendía, alejándose de esta, hacia las montañas que rodeaban al pueblo. El camino terminó a los diez minutos, pero como ya había llegado hasta allí e imitando a Forest Gumb decidí continuar. Me iba marcando pequeñas distancias mientras las flores secas acariciaban mis piernas desnudas provocándome heridas de diferente gravedad. Llegué a una especie de vaguada donde un pequeño arroyo descendía serpenteando hasta perderse tras un recodo. Donde terminara el río me traía bastante al pairo, lo que llamó mi atención fue una casa que la maleza casi cubría por completo. Solo unas cuantas tejas de color rojo delataban su presencia, era un lugar, como explicarles, había algo mágico. Trepé apoyándome en los salientes de las rocas hasta llegar a ella. Cuando estuve frente a la puerta descubrí la existencia de un cómodo camino que (bien podría haberlo visto antes) subía desde el arroyo hasta ella. Bajo mis pies y casi devorada por la maleza, había restos de lo que en otro tiempo debió ser una carretera. ¿Qué hacía allí? No tengo ni idea ¿Hacia donde iba? Desconozco la respuesta, solo sé que estaba allí.
La casa estaba cerrada con una cadena. La rodeé. En la parte trasera había un gallinero. La tela metálica estaba oxidada pero en el suelo aún se veían excrementos de animales. Algo me atraía a entrar en ella, como al gilipollas de turno de cualquier película de terror, que se empeña en que lo maten sin tener en cuenta los gritos de los espectadores que en sus butacas le gritan” ¡no entres ahí!”, al final saben lo que sucede, si señor…, lo matan, pero vamos, que bien merecido lo tiene, por eso nadie llora en ese tipo de películas a pesar de las muchas muertes que hay.
Existía un problema ¿Por donde entrar? seguí caminando por los alrededores, encendí un cigarro y ¡ecolo cua! la solución se presentó ante mí. Escalé por la pared y me colé por una pequeña ventana del piso superior que estaba abierta. Dentro estaba oscuro. Abrí otras dos ventanas dejando que la luz se colara e hiciera visibles a las arañas que trepaban por las telarañas que cubrían el interior de la casa. Como Indiana Jones avancé destrozando un trabajo de años, pero salvando algunas moscas que ya se veían más muertas que vivas. Por dentro la casa no presentaba mal aspecto. Bajé las escaleras hasta la planta baja. En otro tiempo debió ser un bar pues había una barra y una máquina tragaperras llena de polvo ¿Cuánto tiempo llevaría abandonada?
¡Susto!
¡Coño! El móvil sonaba dentro de la mochila.
Era Nema, pronto saldría del trabajo y quería saber donde estaba. Paseando le dije. Me invitaba a comer, yo acepté, a si es que volví a gatear y salí de la casa. El sol me deslumbró.
Fuera los pájaros revoloteaban. A lo lejos se oía el agua del arroyo al chocar contra las piedras. En ese momento como a Amelia Pouloin tuve una revelación; decidí descubrir de quién era la casa y si podía, cosa que dudaba, la compraría. Debo decidles que yo sueño despierto, por eso creo que me caigo tantas veces. Había algo alentador en aquella idea, bueno dos cosas; la primera era el estado de la casa, no debía ser muy cara y la segunda era su pasado. La imaginaba veinte años atrás, pintada, llena de vida. Tuvo que ser preciosa o así al menos se presentaba en mi mente. Una luminosa sonrisa se dibujó en mi rostro hasta que tropecé con una piedra.
No me caí, no soy tan torpe.

-¿Dónde has estado?
-Paseando.
-¿Por donde?
Miento.
-Por la playa. Cerca, no fui muy lejos.
-Pues has tardado mucho ¿no?
-Si, bueno ¿Qué vamos a comer?
-No sé, a ti que te apetece.
-A mí me da igual, invitas tú ¿no?
-Si.
-Pues entonces tú decides.
-Vale.
Otra tarde con ella y otra noche viéndola desparecer en la oscuridad de su habitación, escuchando el leve crujir de las sábanas con el que la cama le daba la bienvenida. Yo no podía dormir ¿Qué haría con la casa? Como la lechera del cuento imaginaba que construía un hotel e invitaba a gastos pagados, a cambio de que me enseñaran a escribir, si acaso eso se puede aprender, a Juan Marsé y a Eduardo Mendoza. Ese era la idea que más me atraía. La pintaría de color azul y las puertas, bueno, con las puertas no me decidía
Oooooaahh…, buenas noches.

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