Ridículo el malditismo.
Pero caray, tampoco las noches perdidas me son ajenas.
Ni el coraje desmesurado, ni el vómito en la alfombra,
el monumento y la ruina.
He ido y he vuelto y, pese a que el paisaje no siempre ha sido propicio,
celebro haberme detenido en el detalle.
Comprender el valor de la improvisación,
y que a menudo ésta no es tal, me ha hecho sudar lo indecible.
He aparcado el protocolo en un arcón bajo llave,
y por ello he visto pasar de largo muchos trenes.
Acaso de ahí provenga mi tendencia a la andadura más descuidada.
Como el transeúnte que a su suerte va abandonando
todas y cada una de las piedras del camino
hasta que ante sus ojos queda sólo un infinito precipicio,
hoy trato de saltar.
Me pregunto qué opinaría Jung de todo esto, y río estúpidamente.
¿Madurez errática? ¿Algún trauma preconsciente?
Lástima, en todo caso, que el viejo ande ocupado criando malvas.
Así que, en su ausencia,
lanzo la última piedra a un lugar sin determinar:
claudicación o resistencia obstinada, sólo los versos
-que tal día como hoy me salvan la vida una vez más-
habrán de decirlo algún día.
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