miércoles, 28 de enero de 2009

Robando sueños.


A las 6 de la mañana sonó el despertador. Con las sabanas húmedas por el clima de la época, giró el brazo derecho, y abrazándose a la almohada alcanzó a desconectarlo.

Cuando entró en la habitación con apenas una toalla en la cintura, se sentó en su destartalada silla rescatada del vertedero del Barrio de Samba, a las afueras del núcleo civilizado. Esa mañana había conseguido ser de los primeros y no tener que hacer cola en aquella tubería oxidada que, con un turbio chorro de agua, hacia las veces de ducha en el poblado de Petrangol.
Con las manos en la cabeza, Kienda Wazanga, observaba a su mujer mientras ella todavía soñaba con no despertar.

La tremenda guerra civil había acabado hacia cinco meses. Kienda, como la tradición Xibuda marcaba para asegurar su descendencia, se había casado antes de ir a la guerra con Jurema Caputo, hija de uno de los hombres mas respetados dentro del movimiento para la liberación. Su grueso muslo derecho sobresalía sobre uno de los jirones de aquella ajada sabana, y las grietas de sus pies hacían que cada movimiento provocara un sonido similar al de cuando, intermitentemente, raspas las migas secas del pan duro. Llevaba años sin usar zapatos y el seco suelo de la África subsahariana había cuarteado las plantas de sus pies mientras deambulaba inquieta por aquel poblado en los días en que su marido portaba un fusil.

Kienda, tras unos minutos, se levanto de la silla y comenzó a vestirse. Armo una fina vara de bambú y comprobó si le quedaban aquellos pequeños bichos que a veces eran el manjar de sus dos hijos pequeños. Tres días a la semana, esperaba sentado en la bahía de la Marginal a llenar su cubo de peces y, una vez que tenía un mínimo de cinco grandes piezas, se montaba en su estrecha barca y cruzaba hacia la lengua de tierra en donde se encontraban los mejores restaurantes de la “illa” para venderlas. El resto de las mañanas, su barca se dirigía a Musulo, una estrecha y larga isla que se extendía bordeando la costa y en la que el gerente de un hotel, era su comprador para el almuerzo turista.

A la una de la tarde, regresaba a su choza, y junto a su mujer, daba de comer a sus dos hijos pequeños, mientras desnudos jugaban al fútbol y eran felices ajenos a cualquier mundo paralelo. Por las tardes, reservaba el dinero de una parte de sus ventas y acudía a la universidad pública, intentando buscar un futuro a su lucha por la supervivencia.

A las 7 de la mañana sonó el despertador. Con las sabanas húmedas, giro el brazo derecho, y abrazándose a la almohada llego a desconectarlo.

Se levanto y abrió la puerta del baño de su casa, en el condominio. Salio de la ducha y con apenas una toalla en la cintura, se sentó en la cama. Habían transcurrido diez años desde que la guerra había acabado. Lejos habían quedado las mañanas con los pescadores, y los estudios de universidad para entrar en la única compañía del país. Con sus manos en la cabeza, Kienda Wazanga, mientras observaba a su mujer, rezaba para olvidar su fusil y aquel recuerdo de sangre en sus manos la tarde de guerra en la que les atacaron. Nunca sabría si seria capaz de contárselo.

Se levanto de la cama y eligió una de las dos corbatas que llenaban su armario.

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