lunes, 19 de enero de 2009

Un secreto (fragmento)

Obviamente, tenía que dejarlo. Entonces sí que estaba convencida y no como todas las otras veces en las que, por activa o por pasiva, ya se lo habían hecho entender y siempre acababa diciendo que sí con la boca pequeña y los ojos bien sinceros. Había salido disparada a la mínima oportunidad. Cualquier prueba requiere su tiempo, se dijo. Son dos pisos más, pero no importa. Además, me vendrá bien porque hace más de mes y medio que no piso el gimnasio. No salgo de tanto hospital y lo estoy perdiendo todo. De hecho, aún no se habían acabado de abrir las puertas del ascensor, cuando se enfiló por el pasillo de la derecha doce pisos escaleras abajo. Pero se sorprendió tan viva de pronto y se asustó. Esto debe estar prohibido en un hospital. Puedo causar cualquier desastre; rodar escaleras abajo o arrollar a alguno de esos enfermos que salen a fumar a escondidas. Si sigo con este estrés para todo, voy a estar de aquí a dos días bajando con ellos. Así que frenó en seco y se dirigió, serenísima, a los ascensores de la novena. Al ver las caras de las visitas de esa planta, se percató de que esas enfermedades no eran tan graves. Es curioso cómo cambia la cosa, pensó mientras se apretaba el paquete y el mechero en el bolsillo de la camisola.

Sintió lástima por su padre pero no pudo explorar esa emoción porque en la séptima entraron dos enfermeras despotricando del mal uso que le daban las visitas a los ascensores. Por no hablar de los que se creen marqueses… decían. Siempre se sentía violentísima en ese tipo de situaciones. Algo parecido debían pensar el resto de pasajeros. Las miró de arriba abajo y confirmó que eran dos bichos. Eran más bajitas que ella, embutidas en aquellas falditas blancas y sus zuecos de plástico de colores, envueltas en un chal del que asomaban cuatro papelorios que autorizaban tanto chismorreo sobre las mantas nuevas, los turnos del próximo festivo y el mal uso de los ascensores.

Salieron con la cabeza bien alta, la una arreglándose el chal y la otra ojeando los papeles como si los comprobara. El ascensor respiró tranquilo al ver que la calle ya estaba muy cerca. Tuvo dos plantas para observar a los cómplices de su engaño. Detrás, un joven emprendedor hablando por el móvil, dos hermanos que subieron ya en la octava con los ojos llorosos y sin hablar, una visita de fin de semana que ya había cumplido el compromiso y ella. Todos, testigos inofensivos. Todos, ya casi en la calle.

Se sacó un cortadito con dos rayas más de azúcar y, mientras la máquina servía el café, echó un vistazo al resto de máquinas. Una señora mayor parecía no querer entender lo que le decía la otra más joven. La joven la trataba como una extraña, la típica vida desgastada de tanto hospital. Así acabaré yo, si esto dura mucho, pensó mientras salía por donde había entrado.

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